Cuando
camina sobre el escenario
de esta
ciudad desgastada
parece un
barco en alta mar
venciendo a
toda clase de oleaje.
Todo lo que
sé sobre andar
con
pantalones cortos
sin que las
zarzas del miedo me magullen las piernas
lo aprendí
de él.
Ahora paso
la lengua
por cada ortiga
que me encuentro en el camino,
son como algodón
de azúcar si tengo su saliva protectora.
Le miro y sonrío.
Le miro y me
da la risa
en efectivo.
Si me
clavaran dardos en los ojos
sangraría
todo el color de los suyos,
por tantas
veces que le he mirado fijamente.
Le miro sin
pestañear,
no me asusta
que me robe el color de los míos.
Es un manual
de supervivencia.
Cuando ve
que estoy a punto de ahogarme
no me trae
tablones de madera
sino dos
jarras de cerveza
para que nos
hundamos juntos.
Ha
señalizado todos los precipicios de mi cuerpo
y del suyo
con enormes
carteles que dicen “acelera, por aquí vas bien”.
Me ha
enseñado a administrar las provisiones de voz
para no
quedarme afónica
por si tengo
que gritar algún “vuelve”.
Ha quitado
todas las señales
de límite de
velocidad
que tenía mi
corazón.
Es un
manitas.
Ha
organizado en cajones de roble
todos mis
recuerdos;
etiquetados
alfabéticamente
empezando
por “Arranques de cursilería”
y terminando
por “Zozobras que se quedaron en susto”.
Es canción
cuando un silencio
se me clava
en la yugular.
Es tirita
cuando el verano
se me
desprende de la espalda llevándose mi piel.
Es visión
nocturna
cuando las
luces del bar se apagan.
Es,
es,
es…
Es que hace tiempo
que “un latido para mí y otro para ti”.
Es que ya
sólo sé bailar
si está él
mirándome el culo.